jueves, 7 de octubre de 2010

Audiencias críticas y contra-ciberterrorismo

Mauricio Meschoulam -El Universal 07-10-10
La balacera había “comenzado”. Era una mañana de agosto. Según algunos tuiteros, el evento estaba teniendo lugar en Interlomas. El pánico había cundido. Supuestamente tres personas habían perdido la vida. Tuvo que salir Alfredo del Mazo, también por Twitter, a explicar que nada de eso estaba ocurriendo en verdad. Sólo sucedía, como lo constatamos más tarde, en una realidad virtual, profundamente conectada con nuestras emociones y con el contexto en el que nos hallamos inmersos. La discusión acerca del papel de los medios tradicionales en ambientes de violencia y su potencial labor en la construcción de paz es un debate imprescindible, pero desafortunadamente en ocasiones es rebasado por otro tipo de circunstancias originadas en espacios virtuales.

Ciberterrorismo no es necesariamente hackear los sistemas de la NASA o alterar las cuentas financieras de los bancos trasnacionales. Eso es sabotaje y se encuentra enmarcado dentro de crímenes, distintos a los que se viven en México. Si el terrorismo es un tipo de violencia que busca impactar una audiencia utilizando determinados instrumentos tales como la televisión y los diarios, el ciberterrorismo busca hacer exactamente lo mismo, propagar el miedo y el pánico, pero utilizando medios distintos. Es todo. La violencia ejercida puede haber sido física, pero también puede ser emocional. Es decir, se puede subir un video a YouTube, mostrando las imágenes que ciertas televisoras han preferido omitir, o bien, se puede enviar un mensaje a través de Twitter o de un blog que mande la señal deseada: “Nosotros, no el gobierno, estamos al mando”. Es por ello que aun en el caso (todavía remoto) de que los medios tradicionales consiguieran acuerdos para no brindar tiempo aire a la propagación del pánico, quedaría libre a los criminales toda esa esfera pública que es internet.

Comprender la naturaleza del fenómeno, sin embargo, nos brinda las armas para desbaratarlo. Hay actores que se están beneficiando de nuestra ignorancia y pasividad, y necesitan que seamos nosotros los que les hagamos la labor de propaganda. No se trata de apoyar una u otra postura acerca de las estrategias más eficientes de combate al crimen organizado; se trata de que nuestra opinión está siendo psicológicamente manipulada de manera intencional. El terror no se expande en el vacío. Hay emisores y receptores. Existen los canales y los espacios. Existe el uso del lenguaje, pero también el modo como éste se lee y se interpreta.
En distintos países este tema ha sido plenamente abordado. Las soluciones apuntan a la generación de audiencias críticas capaces de procesar de manera distinta lo que reciben. Esto normalmente comienza por las casas, las escuelas y las universidades, y consiste en incorporar lo que se conoce como pensamiento creativo y crítico en los sistemas educativos (Ruggiero, 2009). Es así como se genera el contraataque. La propuesta está siendo ampliamente discutida en el laboratorio de medios de la Universidad Iberoamericana.

El pensamiento crítico inicia retando nuestra habilidad para distinguir donde hay un tema de donde no lo hay. Afecta la manera como vemos un problema, el cómo lo analizamos y el cómo decidimos lidiar con él. Las audiencias críticas superan la pasividad y ponen en duda lo que reciben antes de retransmitirlo y contribuir a la propagación de pánico. Cuestionar el discurso no significa negarlo o afirmarlo de manera automática, sino contextualizarlo (Haidar, 2006): identificar quién es el emisor y bajo qué condiciones lo está emitiendo; descubrir cuáles son las circunstancias de su circulación, cuáles son las fuentes y cuál es su credibilidad; a quién está dirigido y con qué fines. Analizar un discurso implica desmenuzarlo, desactivar los “implícitos”, los “presupuestos” y los “sobreentendidos”; desentrañar los usos de lenguaje, la narrativa utilizada y buscar el sentido que se le está queriendo dar a lo que recibimos. Las audiencias críticas son capaces de determinar cuáles son los medios de comunicación (tradicionales o no tradicionales) que mayormente se apegan a los criterios estrictos de seriedad y buscan construir su opinión a partir de ellos y de su propio conocimiento de la realidad. Las audiencias críticas no premian los sensacionalismos y el estrés colectivo.

Esta es solo una de las batallas que podemos y debemos librar desde la sociedad civil para contrarrestar algunos de los efectos que estamos padeciendo. Hay muchas cosas que no están en nuestras manos. Pero ésta sí. Comienza en casa. Con nuestra familia. En nuestra cabeza. En una mirada al espejo.

Tuiteando la revolución

Manuel Rodriguez Rivero / El País


Tempestad en el cada día más transitado mundo de las redes sociales. Se trata de una nueva movida internética que coincide con el éxito de La red social, la película de David Fincher que pone a caer del burro de la honestidad a Mark Zuckerberg (1984), uno de los creadores de Facebook. El lema publicitario de la cinta resume el meollo del biopic: "No haces 500 millones de amigos sin hacerte algunos enemigos". Es decir, la sempiterna historia del triunfo de un tiburón en el país de la igualdad de oportunidades y tonto el último: trabajo, ambición y, sobre todo, pisar los callos necesarios para estar en el lugar adecuado en el momento preciso.

La nueva movida es más ideológica. En una reciente entrega de The New Yorker Malcolm Gladwell, el gurú de The tipping point (La frontera del éxito, Espasa, 2001) se descuelga con un provocador artículo en el que pone en solfa las potencialidades movilizadoras de Twitter, la red social por la que hoy, sin ir más lejos, se intercambiarán más de 65 millones de mensajes de menos de 140 caracteres. La inmensa mayoría de ellos servirá para que los usuarios informen a sus "amigos" acerca de "las pequeñas cosas que ocurren en su vida", es decir, en "el mundo real", según explica el vídeo informativo del sitio. Gladwell critica la extendida opinión de que Twitter se ha convertido en un instrumento imprescindible en la lucha por los derechos civiles, así como para movilizar a la gente contra opresores y dictaduras de toda laya. Su tesis, simplificada, es la siguiente: Twitter es eficaz para movilizaciones "débiles" y sin riesgo, pero no para las que implican compromisos "fuertes" y personalmente arriesgados, que requieren un tipo de comunicación menos virtual y más enraizada en la auténtica amistad y en la comunidad de ideas y sentimientos cotidianamente compartidos. Con ejemplos extraídos de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos y de agrupaciones más o menos revolucionarias y antisistema, Gladwell pretende demostrar que, en la lucha por objetivos políticos y sociales, la disciplina, el sentido de la jerarquía y la estrategia son ingredientes fundamentales, y estos no pueden obtenerse con el tipo de vinculación que propicia la red social. Resumiendo: el activismo de las redes solo tiene éxito "motivando a la gente a hacer las cosas que la gente hace cuando no está bastante motivada para llevar a cabo un verdadero sacrificio". Compromiso y motivación; estrategia y espontaneidad; disciplina y jerarquía. Inevitablemente a uno le vienen a la memoria los viejos debates sobre el modelo de organización revolucionaria que la izquierda mantuvo desde 1848 hasta hace bien poco.

La reacción de los tuiteros ha sido inmediata, tanto en su medio favorito como a través de blogs y redes sociales: desde quienes reiteran que Twitter es una herramienta revolucionaria que cambia las mentalidades, "haciendo consciente a la gente de lo que los Gobiernos pretenden hacer en su nombre", hasta quienes acusan a Gladwell de estar anclado en el pasado. La paradoja es que The Tipping Point, el superventas que le hizo famoso (dos millones de ejemplares vendidos en EE UU), trata precisamente de cómo lo que permite que un mensaje se propague como un virus y convierta su contenido en éxito (ideas, actitudes, productos) es la coincidencia de ciertas condiciones que tienen que ver con la persona que emite el mensaje, el modo de transmitirlo y las circunstancias que rodean la emisión. No estoy muy convencido de que las redes sociales sirvan para cambiar las cosas, pero les aseguro que, de ahora en adelante, haré más caso a esos mensajes no pedidos que llegan a mi ordenador preguntándome si quiero ser amigo del remitente. No vaya a ser que me esté perdiendo algo.