

Corazón arriba, Corazón abajo. / Rafael Sánchez Ferlosio
Sacar adelante al "equipo España" fue lo que se le metió alocadamente en la cabeza al alcalde de Madrid (Alberto Ruiz-Gallardon). Por cierto que otros han dicho ya "la marca España" y Naomi Klein, aun más apropiadamente, diría "el logo España", porque sin duda el enorme incremento de las publicidades nacionales, en detrimento de los gastos en "producción administrativa", ha convertido las naciones en puros "logos". De esas permanentes campañas publicitarias forman parte, naturalmente, las actividades deportivas. Gallardón buscaba la grandeza y la gloria de España en el prestigio y la fama de Madrid. La índole publicitaria de los Juegos Olímpicos se manifiesta ya en los procedimientos puestos en juego para conseguirlos, salvo que los estrepitosos movimientos de masas, las multitudinarias convocatorias en torno a estrados de tarima levantados en las grandes plazas, con su cantante y todo, y sobre todo el eslogan estúpidamente sentimental de "la corazonada" son contraindicados, cuando no contraproducentes, para inclinar o doblegar la opinión de un comité de votantes. "Corazonada", que fue indudablemente excogitado para seducir y arrastrar a los madrileños, podría incluso -de haber habido alguna posibilidad de descabalgar a Río- haber resultado indignante para aquel comité: "¿Conque tendríamos que dárselo a Madrid porque el alcalde ha tenido una corazonada? ¡Hasta ahí podríamos llegar!". "Corazonada" es una cosa tan huera y tan mágica como "A la tercera va la vencida".
La fidelidad al propio equipo, que dura toda la vida, hace pensar que el patriotismo deportivo ha emulado a los patriotismos nacionales, fundados en el antagonismo, incorporando el factor de la territorialidad. El patriotismo del deporte representa, por pretendida ficción (Veblen), el antagonismo puro, vacío, sin contenido alguno, o el patriotismo genérico, indeterminado, que, de rechazo, trasluce la propia gratuidad del patriotismo armado.
Trató, en efecto, de seducir al renuente público reconduciendo y compensando su nulidad política corporativa con el astuto recurso populista de incitarla al esperpéntico vicio de la masturbación emocional colectiva. Debía de saber de sobra, o debía haber sabido, como todos sabíamos, que los Juegos Olímpicos estaban dados a Río de Janeiro, a Lula da Silva, el actual amado de los dioses de Occidente. La irracionalidad era su flauta, la corazonada su melodía; sabía que niños y ratones se van tras la música, no tras las palabras, y lo que hizo con los ratones fue lo que hizo el de Hamelin: despeñarlos; y cuando por fin salió que Madrid no, eran muchísimos los que lloraban; pero lo más sorprendente para mí fue que lloraran también muchas mujeres: ¿en qué lucha habían perdido?; me parece que su competición era la de la corazonada, pues los americanos han demostrado hasta qué punto la elección para los Juegos Olímpicos también era sentida, en sí misma, como una competición deportiva de las cuatro ciudades -y sus naciones- entre sí.
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